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Poligrafía Binaria

La provocacion en el arte contemporáneo

Juan Pablo Palladino

Sobre la transgresión artística en
la sociedad del espectáculo

Una mujer se somete a la cirugía estética ante las cámaras; 200 cadáveres disecados y dispuestos en diferentes posturas atraen a más de 13 millones de visitantes; una vaca y un ternero en formol conforman una obra premiada en Inglaterra; Los desastres de la guerra de Goya son trazados encima y despiertan la ira de los críticos; una barra de mantequilla es proyectada indefinidamente en una pantalla; galardonan la propuesta de un cuarto vacío que de pronto se ilumina... Y en cada caso los artistas guardan elocuentes argumentos.

Hay quienes no pueden evitar la irreverente pregunta: «¿Y esto es arte?». Y la sola posibilidad de la duda dispara la irritación de muchos, que responden con un desafiante: «¿Y qué es el arte?». La discusión no es nada novedosa; y sí, muy difícil de definir en uno u otro sentido. Lo único claro es que no son pocos los que cuestionan la calidad artística (¡ay, quién pudiera precisarla!) de propuestas contemporáneas que recurren a la provocación, al cuestionamiento esencial del arte, y que acaparan la atención del público.

Los interrogantes vuelven a surgir: ¿Cuáles son los límites que demarcan el hecho artístico? ¿Existen? ¿Se puede discernir entre arte y espectáculo? ¿Tiene sentido? ¿Cómo reconocer la finalidad transgresora de una obra y la búsqueda del mero rédito comercial? ¿Es posible hacer esta división en una sociedad de consumo donde el mercado se inmiscuye en la totalidad de las esferas de la vida, empañando los más nobles fines con el vapor del dinero? En ese caso, ¿cuál es la autoridad legítima para dictaminar la excelencia artística: el poder mediático (y, por ende, el económico), los académicos, el propio artista y sus amigos, o el público, esto es, el gusto popular? Si, como viene sosteniendo la sociología, arte es aquello que un grupo de entendidos conviene que sea en un momento determinado: ¿cuál es el poder de influencia real de esta elite en la era de la democratización del gusto, una democratización que todo lo iguala (por arriba y por abajo) y envuelve con halo artístico?

«Cada vez más nos invade una sensación de tedio ante unas obras con pretensiones seudointelectuales, o frente a una gran acumulación de videos e instalaciones que oscilan entre el high tech, la falsa provocación o el reality show», acusa en su artículo la periodista y crítico de arte Marie-Claire Uberquoi. Para ella, en la segunda mitad del siglo XX, quitando las excepciones, han proliferado «hasta la saciedad» las imitaciones y reinterpretaciones de gestos vanguardistas como el de Marcel Duchamp —quien en 1917 envió a un concurso, bajo seudónimo, un urinario—, «abriendo el camino a la banalización del arte».

El mingitorio de Duchamp (como, anteriormente, el cuadro totalmente negro sobre fondo blanco de Kazimir Malevich) tuvo, en su contexto, un significado decisivo. Ese gesto provocador formaba parte de las vanguardias artísticas surgidas a principios del siglo pasado como reacción a la crisis del ideal moderno burgués de progreso humano; crisis originada con la guerra mundial. En el arte, las vanguardias rompieron con los cánones establecidos de belleza, los que imponía la Academia moderna. En su afán antiburgués —pero no antimoderno— cuestionaron toda autoridad y, cómo no, la institucionalización del arte y propusieron un acercamiento de éste a la vida cotidiana, una unión total entre el arte y el día a día, a tal punto que aclamaron: «Todos podemos ser artistas». Pese a su objetivo, las vanguardias fueron incomprendidas y reducidas a un círculo ínfimo. Es más, nacieron sabiendo que morirían, si no eclipsadas por otras vanguardias, al sucumbir a esa misma institucionalización: ¿cuántos miles de dólares vale hoy el urinario de Duchamp o las 30 latas rellenas con mierda con las que el italiano Piero Manzioni pretendió cuestionar la hipocresía del mercado del arte a principios de los años 60?

Sin embargo, estos movimientos deben observarse en su contexto histórico, porque «el arte es una producción individual de la subjetividad de su tiempo, de su espacio cultural e histórico» (Nicolás Casullo, 1999). Partiendo de esta premisa es entendible que el arte actual involucre nuevos medios de producción (los electrónicos, por ejemplo) que escapan a los tradicionales. Y, por otra parte, hace legítima la pregunta, como simples espectadores, acerca de qué significan hoy algunas actitudes artísticas pretendidamente provocadoras.

La reñida esencia vanguardista anuló los valores precedentes que definían lo que era o no arte, y la mirada del artista —y de quienes la compartían— bastó entonces para justificar la obra. Así, a su paso, las vanguardias dejaron el terreno abonado al relativismo estético —cuyo ímpetu es nivelador e igualitario— que se proyecta en el arte contemporáneo, donde no parecen haber argumentos absolutos, o por lo menos una autoridad indiscutible, que determinen a lo que debe responder una obra artística (Beatriz Sarlo, 1998).

Al mercado, pulpo de un millón de brazos, este pluralismo estético le sienta perfectamente y cubre sus necesidades de lucro: «Hay propuestas para todos los gustos», pondera a viva voz la sociedad del consumo. De hecho, la provocación artística puede funcionar —si eso es lo que se busca— como una eficaz técnica de mercado. ¿Es esto un ejemplo más de la autoridad de éste en tanto juez en todos lo campos de la vida?

ARTE CONCEPTUAL O ENTRETENIMIENTO

La etapa actual, con la colonización de la «problemática de todos los días», representa la cuarta edad del arte, opina por su parte el escritor y periodista argentino Marcelo Gioffré. Esta fase se caracteriza, a su juicio, «por la ausencia de relatos legitimadores, por una libertad creadora y estilística como nunca antes había tenido y por la autoconciencia de su papel filosófico y político. Es el triunfo final del arte conceptual inaugurado por Duchamp».

Así, performances, instalaciones, pintura, videoarte, escultura, intervenciones urbanas, «todo es válido a condición de que la estrategia del artista no sea meramente estética. El placer de la belleza por sí mismo quedó atrás», afirma. Se trata de un arte conceptual que requiere información por parte del espectador y que, quizá por ello, sugiere Gioffré, se mantenga en una postura elitista que el público general no entiende y, consecuentemente, cuestiona en su valor artístico. Aunque, al mismo tiempo, sea un arte que busca la calle, busca mezclarse con lo cotidiano (el artista Christo, por ejemplo, tiñó de color azafrán el Central Park de Nueva York).

Lo que une esta etapa del arte con las anteriores, explica el autor, es que, con sus vastas diferencias, son todas un «testimonio insobornable de su tiempo y de su lugar». Eso es lo que distingue, precisamente, una caja de jabón en polvo de la fotografía de una caja de jabón tomada por el artista Andy Warhol, en Brillo Box.

El escritor y periodista Vicente Verdú arroja una visión crítica de las tendencias de la creación artística en un capítulo del libro El estilo del mundo. Allí opina que actualmente el artista es situado en la misma línea que otros especialistas de la industria del entretenimiento. El arte moderno persiguió dos cosas, dice: el descubrir conocimientos y comunicarlos. Las vanguardias exploraron nuevos mundos y, por ello, fueron poco comprensibles al público general y escandalizaron. Pero hoy, el propósito de un conocimiento inédito ha fenecido hasta en las ciencias positivas, donde se dice que ya no queda nada por descubrir sino derivaciones más o menos importantes. Así, lo extraño tiene su valor en la noticia que genera, en el impacto mediático, y los creadores están condenados a repetir la fórmula (véase, por ejemplo, los puentes de Santiago Calatrava que florecen por doquier) y a transformarse en un productor más de la industria del espectáculo.

Bajo esta lupa, la diferencia entre gran parte del arte provocador actual y las vanguardias es evidente: mientras que aquéllas escandalizaban y eran castigadas en consecuencia, hoy muchas propuestas buscan el impacto para incorporarse a la esfera mediática. Ése es su premio, la primera plana. «La reverente idea de arte hace tiempo que fue despedida de la escena (...) Una vez que desde Duchamp, Dadá, Beuys o Andy Warhol, el arte puede ser cualquier cosa, ¿qué importa lo que sea?», apunta Verdú.

¿Una aseveración que envuelve tal vez a muchas otras expresiones artísticas del mundo contemporáneo, además de las relativas al campo de la plástica?

La permanente estetización del entorno (hasta el propio cuerpo es transformado mediante fármacos o cirugías) hace que el sentido y el terreno del arte se desvanezcan, añade Verdú. En el capitalismo de ficción que propone el autor, las personas pasaron de ser consumidoras de signos (propias del capitalismo de consumo) a consumidoras de formas, y el artista-productor está allí para abastecer la demanda. Irónicamente, se cumple el propósito vanguardista de llevar el arte a la vida.

Si Boudelaire planteó el arte como «el domingo de la vida», es decir, el momento en que la experiencia estética se transforma en fiesta, el mundo de hoy es un domingo permanente, asegura el autor, quien en otro de sus textos precisa la idea: un fin de semana posmoderno legitimador del «todo vale» donde los valores conviven fragmentados y dispersos sin que aparezcan otros nuevos que los sustituyan; donde el artista no sabe reconocer los lugares de un difuso poder globalizado para apuntar con precisión la resistencia; y donde abundan los adiestrados por la lógica de la venta que comunican «emociones, antes que ideas; impactos, antes que reflexiones; evasiones, antes que compromisos».

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