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Poligrafía Binaria

Medios y fines. La razón instrumental

Max Horkheimer

No es posible afirmar que el placer que un hombre experimenta al contemplar, por ejemplo, un paisaje, duraría mucho tiempo si a priori estuviese persuadido de que las formas y los colores que ve no son más que formas y colores; que todas las estructuras en que formas y colores desempeñan algún papel son puramente subjetivas y no guardan relación alguna con un orden o una totalidad cualquiera plena de sentido; que, sencilla y necesariamente, no expresan nada. Si tales placeres se han hecho costumbre, podrá uno seguir sintiéndolos por el resto de su vida o bien jamás podrá cobrar conciencia plena de la falta de significación de las cosas que le son muy queridas.

Las inclinaciones de nuestro gusto van formándose en la temprana infancia; lo que aprendemos luego influye menos en nosotros. Acaso los hijos imiten al padre que tenía propensión a dar largos paseos, pero una vez suficientemente avanzada la formalización de la razón, pensarán haber cumplido con el deber para con su cuerpo al seguir un curso de gimnasia obedeciendo los comandos de una voz radiofónica. Un paseo a través del paisaje ya no será necesario; y así la noción misma de paisaje como puede experimentarla el caminante, se vuelve absurda y arbitraria.

El paisaje se pierde totalmente en una experiencia de touring.
Los simbolistas franceses disponían de una noción particular para expresar su amor a las cosas que habían perdido su significación objetiva: la palabra spleen. La arbitrariedad consciente, desafiante, en la elección de los objetos, su "absurdo", su "perversidad", descubre con gesto silencioso, por así decirlo, la irracionalidad de la lógica utilitarista a la que golpea en pleno rostro a fin de demostrar su inadecuación a la experiencia humana. Y, al traer ese gesto a la conciencia, gracias a ese choque, el hecho de que aquella lógica olvida al sujeto expresa al mismo tiempo el dolor del sujeto por su incapacidad de lograr un orden objetivo.

La sociedad del siglo XX ya no se inquieta a causa de semejantes incongruencias. Para ella existe una sola manera de alcanzar un sentido: servir a un fin. Las predilecciones y las aversiones que en la cultura de las masas han perdido su significado son puestas en el rubro de esparcimientos, recreo para horas libres, contactos sociales, etc., o abandonadas al destino de una paulatina extinción. El spleen, la protesta del no conformismo, del individuo, también quedó reglamentado: la obsesión del dandy va transformándose en el hobby de Babbitt. El sentido del hobby: de que a uno le "va bien", de que uno "se divierte" no deja surgir ningún pesar frenta al desvanecimiento de la razón objetiva y a la desaparición de todo "sentido" interior de la realidad. La persona que se dedica a un hobby ya ni siquiera pretende hacer creer que éste conserva alguna relación con la verdad suprema. Cuando en el cuestionario de una encuesta se pide a alguien que indique su hobby, anota: golf, libros, fotografías o cosas por el estilo, sin pensarlo dos veces, tal como si anotara su peso. En carácter de predilecciones racionalizadas reconocidas, que se consideran necesarias para mantener a la gente de buen humor, los hobbies se han convertido en una institución. Aun el buen humor estereotipado, que no es otra cosa que una condición psicológica previa para la capacidad productora, puede desvanecerse junto con todas las otras emociones si perdemos el último vestigio del recuerdo de que otrora el buen humor estaba ligado a la idea de divinidad. La gente del "keep smiling" comienza a presentar un aspecto triste y acaso hasta desesperado.

Lo que queda dicho respecto a las alegrías menores vale asimismo en cuanto a las aspiraciones más elevadas de alcanzar lo bueno y lo bello. Una rápida percepción de hechos reemplaza a la penetración espiritual de los fenómenos de la experiencia. El niño que reconoce en Papá Noel a un empleado de la tienda y percibe la relación entre la Navidad y el monto de las ventas, puede considerar como cosa sobreentendida la existencia, en general, de un efecto recíproco entre religión y negocio. Ya en su tiempo Emerson observó con gran amargura ese efecto recíproco: "Las instituciones religiosas... ya han alcanzado un valor de mercado en cuanto protectoras de la propiedad; si los sacerdotes y los feligreses no estuviesen en condiciones de sostenerlas, las Cámaras de Comercio y los presidentes de Bancos, hasta los propietarios de tabernas y los latifundistas organizarían con diligencia una colecta para subvencionarlas". Hoy día se aceptan como obvias tales relaciones recíprocas, al igual que la diversidad entre verdad y religión. El niño aprende temprano a no ser un aguafiestas; puede que siga desempeñando su papel de niño ingenuo, pero desde luego, al mismo tiempo, pondrá en evidencia su comprensión más perspicaz al hallarse a solas con otros chicos. Esta especie de pluralismo, tal como resulta de la educación moderna referente a todos los principios ideales democráticos o religiosos, introduce un rasgo esquizofrénico en la vida moderna, debido a que tales principios se adaptan rigurosamente a ocasiones específicas, por universal que pueda ser su significado.

Otrora una obra de arte aspiraba a decir al mundo cómo es el mundo: aspiraba a pronunciar un juicio definitivo. Hoy se ve enteramente neutralizada. Tómese, por ejemplo, la Heroica de Beethoven. El oyente medio de conciertos es incapaz de experimentar hoy su significado objetivo. La escucha como si se la hubiese compuesto para ilustrar las observaciones del comentarista del programa. Ahí todo está dicho con letras de imprenta: la tensión entre el postulado moral y la realidad social, el hecho de que contrariamente a lo que ocurría en Francia, la vida intelectual no podía manifestarse políticamente en Alemania, sino que debía buscar una salida en el arte y en la música. La composición ha sido cosificada, convertida en una pieza de museo, y su representación se ha vuelto una ocupación de recreo, un acontecimiento, una oportunidad favorable para la presentación de estrellas, o para una reunión social a la que debe acudirse cuando se forma parte de determinado grupo. Pero ya no queda ninguna relación viviente con la obra, ninguna comprensión directa, espontánea, de su función en cuanto expresión, ninguna vivencia de su totalidad en cuanto imagen de aquello que alguna vez se llamaba verdad. Tal cosificación es típica de la subjetivación y formalización de la razón. Ella transmuta obras de arte en mercancías culturales y su consumo es una serie de sensaciones casuales separadas de nuestras intenciones y aspiraciones verdaderas. El arte se ve tan disociado de la verdad como la política o la religión.

La cosificación es un proceso que puede ser observado remontándose hasta los comienzos de la sociedad organizada o del empleo de herramientas. Sin embargo, la transmutación de todos los productos de la actividad humana en mercancías sólo puede llevarse a cabo con el advenimiento de la sociedad industrial. Las funciones ejercidas otrora por la razón objetiva, por la religión autoritaria o por la metafísica han sido adoptadas por los mecanismos cosificantes del aparato económico anónimo. Lo que determina la colocabilidad de la mercancía comercial es el precio que se paga en el mercado y así se determina también la productividad de una forma específica de trabajo. Se estigmatiza como carentes de sentido o superfluas, como lujo, a las actividades que no son útiles o no contribuyen, como en tiempos de guerra, al mantenimiento y la seguridad de las condiciones generales necesarias para que prospere la industria. El trabajo productivo, ya sea manual o intelectual, se ha vuelto honorable, de hecho se ha convertido en la única manera aceptada de pasar la vida, y la ocupación, la persecución de todo objetivo que finalmente arroja algún ingreso, es designada como productiva.

Los grandes teóricos de la sociedad burguesa, Maquiavelo, Hobbes y otros, llamaron parásitos a los barones feudales y a los clérigos medievales porque su modo de vivir no contribuía inmediatamente a la producción de la que ellos dependían. El clero y los aristócratas debían dedicar su vida a Dios, a la caballerosidad o a los amorios. Con su mera existencia y sus actividades crearon símbolos que las masas admiraban y respetaban. Maquiavelo y sus discípulos advirtieron que los tiempos habían cambiado y mostraron cuán ilusorio era el valor de las cosas a las que los viejos señores habían dedicado su tiempo. Las adhesiones que logró Maquiavelo llegan incluso hasta la teoría de Veblen. El lujo no está hoy mal visto, por lo menos por parte de los productores de artículos de lujo. Pero ya no encuentra justificación en sí mismo, sino en las posibilidades que crea para el comercio y la industria. Los artículos de lujo son adquiridos por las masas por necesidad o se los considera recursos de recreo. Nada, ni siquiera el bienestar material que presuntamente ha reemplazado la salvación del alma como meta suprema del hombre, tiene valor en sí mismo y por sí mismo; ninguna meta es por sí mejor que otra.

El pensamiento moderno ha intentado convertir este modo de ver las cosas en una filosofía, tal como la presenta el pragmatismo. Constituye el núcleo de esta filosofía la opinión de que una idea, un concepto o una teoría no son más que un esquema o un plan para la acción, y de que por lo tanto la verdad no es sino el éxito de la idea. (...)

Dewey (John) identifica el cumplimiento de los deseos de los hombres tales como son con las más altas aspiraciones de la humanidad:

"La confianza en el poder de la inteligencia capaz de representarse un porvenir que sea la proyección de lo actualmente deseable y de encontrar los medios para su realización, es nuestra salvación. Y se trata de una confianza que debe ser alimentada y claramente pronunciada; he ahí sin duda una tarea suficientemente amplia para nuestra filosofía".

La "proyección de lo actualmente deseable" no es una solución. Dos interpretaciones del concepto son posibles. En primer lugar puede ser comprendido como refiriéndose a los deseos de los hombres tales como estos relamente son, condicionados por el sistema social bajo el cual viven, sistema que admite muy fuertes dudas acerca de si sus deseos son realmente los de ellos. Si tales deseos se aceptan de un modo no crítico y sin trasponer su alcance inmediato y subjetivo, las investigaciones de mercado y las encuestas Gallup serían medios más adecuados que la filosofía para establecer cuáles son. O bien, en segundo lugar, Dewey está de algún modo de acuerdo en que se acepte una especie de distinción entre deseo subjetivo y deseabilidad objetiva. Semejante concesión sólo señalaría el comienzo de un análisis filosófico crítico, siempre que el pragmatismo -al enfrentarse con esta crisis- no esté dispuesto a capitular y a recaer en la razón objetiva y la mitología.

La reducción de la razón a mero instrumento perjudica en último caso incluso su mismo carácter instrumental. El espíritu antifilosófico que no puede ser separado de la noción subjetiva de razón y que culminó en Europa con las persecuciones del totalitarismo a los intelectuales, ya fuesen sus pioneros o no, es sintomático de la degradación de la razón. Los críticos tradicionalistas, conservadores, de la civilización cometen un error fundamental al atacar la intelectualización moderna, sin atacar, al mismo tiempo también la estupidización, que es sólo otro aspecto del mismo proceso. El intelecto humano, que tiene orígenes biológicos y sociales, no es una entidad absoluta, aislada e independiente. Sólo fue declarado como tal a raiz de la división social del trabajo, a fin de justicar esta división sobre la base de la constitución natural del hombre. Las funciones directivas de la producción -dar órdenes, planificar, organizar- fueron colocadas como intelecto puro frente a las funciones manuales de la producción como forma más impura, más baja del trabajo, un trabajo de esclavos.

No es una casualidad que la llamada psicología platónica, en la que el intelecto se enfrentó por vez primera con otras "capacidades" humanas, especialmente con la vida instintiva, haya sido concebida según el modelo de la división de poderes de un Estado rigurosamente jerárquico. Dewey tiene plena conciencia de este origen sospechoso de la noción del intelecto puro, pero acepta la consecuencia que le hace reinterpretar el trabajo intelectual como trabajo práctico, elevando así al trabajo físico y rehabilitando sus instintos. Toda facultad especulativa de la razón lo tiene sin cuidado cuando disiente con la ciencia establecida. En realidad, la emancipación del intelecto de la vida instintiva no modificó en absoluto el hecho de que su riqueza y su fuerza sigan dependiendo de su contenido concreto, y de que se atrofia y se extingue cuando corta sus relaciones con ese contenido. Un hombre inteligente no es aquel que sólo sabe sacar conclusiones correctas, sino aquel cuyo espíritu se halla abierto a la percepción de contenidos objetivos, aquel que es capaz de dejar que actúen sobre él sus estructuras esenciales y de conferirles un lenguaje humano; esto vale también en cuanto a la naturaleza del pensar como tal y de su contenido de verdad.

La neutralización de la razón, que la priva de toda relación con los contenidos objetivos y de la fuerza de juzgarlos y la degrada a una capacidad ejecutiva que se ocupa más del cómo que del qué, va transormándola en medida siempre creciente de un mero aparato estólido, destinado a registrar hechos. La razón subjetiva pierde toda espontaneidad, toda productividad, toda fuerza para descubrir contenidos de una especie nueva y de hacerlos valer: pierde lo que comporta su subjetividad. Al igual que una hoja de afeitar afilada con demasiada frecuencia, este "instrumento" se torna demasiado delgado y finalmente hasta se vuelve incapaz de afrontar con éxito las tareas puramente formalistas a las que se ve reducido. Esto marcha paralelamente a la tendencia social generalizada hacia la destrucción de las fuerzas productoras, precisamente en un período de crecimiento enorme de tales fuerzas.

La utopía negativa de Aldous Huxley ilustra este aspecto de la formalización de la razón, vale decir, su transformación en estupidez. En ella se presentan las técnicas del "nuevo mundo feliz" y los procesos intelectuales que van unidos a ellas, como extremadamente refinados. Pero los objetivos a los que sirven -los estúpidos "cinematógrafos sensoriales", que le permiten a uno "sentir" un abrigo de pieles proyectado sobre la pantalla; la "hipnopedia" que inculca a niños dormidos las consignas todopoderosas; los métodos artificiales de reproducción que homogeneizan y clasifican a los seres humanos aun antes de que nazcan- son reflejo de un proceso que tiene lugar en el pensar mismo, y conduce a un sistema de prohibición del pensamiento que finalmente ha de terminar en la estupidez subjetiva cuyo modelo es la imbecilidad objetiva de todo contenido vital. El pensar en sí tiende a ser reemplazado por ideas estereotipadas. Éstas, por un lado, son tratadas como instrumentos puramente utilitarios que se toman o se dejan en su oportunidad y, por otro, se las trata como objetos de devoción fanática.
Huxley ataca una organización universal monopolista de capitalismo estatal, puesta bajo la égida de una razón subjetiva en proceso de autodisolución, a la que se concibe como algo absoluto. Pero al mismo tiempo, esta novela pareciera oponer al ideal de este sistema que va imbecilizándose, un individualismo metafísico heroico, que condena sin discriminación el fascismo y la ilustración, el psicoanálisis y los films espectaculares, la desmitologización y las crudas mitologías, y alaba ante todo al hombre cultivado que permance inmaculado al margen de la civilización totalitaria y seguro de sus instintos, o acaso al escéptico. Con ello Huxley se une involuntariamente al conservadorismo cultural reaccionario que en todas partes -y especialmente en Alemania- vino a allanar el camino para ese mismo colectivismo monopolista al que critica en nombre del alma, opuesta al intelecto. Con otras palabras: mientras que el aferrarse ingenuamente a la razón subjetiva ha producido realmente síntomas que no dejan de asemejarse a los que describe Huxley, el rechazo ingenuo de esa razón en nombre de una noción ilusoria de cultura e individualidad, históricamente anticuada, conduce al desprecio de las masas, al cinismo, a la confianza en el poder ciego; y estos factores a su vez sirven a la tendencia repudiada.

La filosofía debe hoy enfrentarse con la pregunta sobre si en ese dilema el pensar puede conservar su autonomía y preparar así su solución teórica, o si ha de conformarse con desempeñar el papel de una hueca metodología, de una apologética que se nutre de ilusiones, o el de una receta garantizada como la que ofrece la novísima mística popular de Huxley, tan adecuada para el "nuevo mundo feliz" como cualquier ideología lista para el uso.

CRÍTICA DE LA RAZÓN INSTRUMENTAL (Capítulo I, Medios y Fines), Max Horkheimer (Sur, Buenos Aires-1973)

Max Horkheimer

3 comentarios

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