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Poligrafía Binaria

El presente atrapado de la fotografía

Luis Alonso García

RESUMEN: El autor plantea la construcción de una nueva historiografía de la fotografía. La importancia de la revolución ideotecnológica surgida en el medio fotográfico resulta incuestionable para el devenir de las imágenes contemporáneas. El verdadero cambio se fundamenta pues en el registro maquinal de huellas de lo real en bruto. Pero la primera consecuencia de tal emergencia ha sido la destrucción misma de la idea de temporalidad, de pasado, presente y futuro, subsumidos en la huidiza idea de actualidad. La historia de la fotografía, en la asunción radical de lo fotográfico como componente esencial de la Modernidad, se vuelve así una arqueología y genética de todas las imágenes en cada imagen, de todas las prácticas en cada práctica.

PALABRAS CLAVE: Fotografía, historiografía, noesis, tecnoideología, posmodernidad, hipertextualidad, registro, huella, trampantojo, infografía.

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Por el difícil acceso a la actualidad

Partamos de un hecho evidente: la complejidad de las relaciones de nuestra época con la temporalidad. En los bordes tontos de un próximo cambio numérico de siglo y de milenio (y el d/efecto 2.000 realmente fue y es nuestro exceso en pensarlo) estamos atrapados entre los dos extremos de un devenir.

En un extremo, el pasado. A un tiempo realmente vivido y, sin embargo, "necesariamente olvidado" (Augé, 1998). Aunque las ya experimentadas nuevas tecnologías digitales nos prometen y nos amenazan, por mor de la capacidad de almacenamiento y procesamiento digital, con impedir que olvidemos todo (casi todo) lo vivido y seamos entonces incapaces de recordar algo (casi nada) de esa vida, pues recordarlo todo sería gastar la vida en lo vivido.

En el otro extremo, el futuro. A un tiempo sólo soñado, intuido y, sin embargo, constantemente previsto, anunciado (y puede tomarse la "anunciación" en su doble sentido bíblico: vaticinio y alucinación). Pues las experimentales nuevas tecnologías digitales de la acción y la información vienen precedidas y engalanadas por un discurso institucional (político, económico, publicitario... en fin, acabemos, mediático) que se empeña en hacer presente un futuro dibujado como perfecto. Huxley pudo con Orwell: el "gran hermano" que todo lo ve y registra (en el panóptico de Bentham) deja paso al "mundo feliz" cuya ración de "soma" es mitad interactivad (todos con todos) y mitad virtualidad (nadie con nadie). Pero el horror nace del hecho mismo de dibujarse tal futuro como ineludible e ineluctable, ya producido sin haber sido todavía vivido.

No es pasado aquello que nos es ocultado, enterrado por el peso de todo lo almacenado, procesado y mostrado bajo unos intereses mediáticos que son los del consumo desaforado y el recambio perpetuo. No es futuro lo que se nos da cerrado, ya realizado en los estudios de proyectiva mercadotécnica (cuyo mayor logro es hacernos creer que ya no hay posibilidad de elegir o, peor aún, que la elección ya ha sido hecha en nuestro favor y a pesar nuestro). Entre malos diagnósticos del pasado y buenos pronósticos del futuro, el tiempo presente desaparece bajo el muy posmoderno eufemismo de la actualidad. Todo ocurre en el aquí y ahora de la producción mediática (Requena, 1988). Incapaz de inscribirse como presente en la temporalidad del antes y del después, de la causa y del efecto, esa actualidad sólo se reifica como pasado revisitado o futuro vaticinado. Estamos de acuerdo con Jameson (1989) cuando habla del "presente perpetuo" para caracterizar la modernidad, pero no cuando para ello niega la existencia de un pasado y futuro para ese presente. Pues, precisamente, esa actualidad perpetua, incapaz de presentificarse -en la brevedad ya pasada de una instantánea fotográfica, en la velocidad de un estar pasando del fotograma fílmico- se ve empujada compulsivamente a devorar pasados y defecar futuros: los propios y los ajenos, los posibles y los imposibles.

Vivimos una época consciente de su historicidad (el pasado muerto) y proyectividad (la vida futura). Pero esta doble presión temporal se pliega en una perpetua actualidad donde caben todas las épocas (todas ellas presentes en la pantalla), donde todas las épocas se funden (todas las continuidades comidas por la momentaneidad de su visión). Una instantaneidad sin devenir (el "haber estado allí" de la fotografía), una velocidad sin freno (el "estar ahí" del cine). La posmodernidad es un pliegue espacio-temporal provocado por la superposición de todos los paradigmas tecno-ideológicos previos a partir de su enviscamiento en los medios surgidos con la fotografía. Sería, por fin, tras dos siglos de acumulación del saber, el cumplimiento del anhelo ilustrado: una sociedad del conocimiento. Pero con un determinado efecto colateral. No hemos llegado a la cima de la historia, a su fin, donde todo el pasado (y el futuro) se ordenan en una línea de fases sucesivas que conduce a nuestra época. Hemos vuelto al origen, allí donde la temporalidad ni siquiera es cíclica (no tiene la forma del círculo del cosmos) sino helicoidal (su forma es el remolino del caos), donde todos los tiempos (pasados y futuros) todos los lugares (cercanos y lejanos) son las densas capas enterradas bajo el delgado filo de la actualidad.

En defensa de una nueva histori(ografí)a

¿A qué cuento esta reflexión vaga al supuesto tema de este trabajo: el pasado y futuro de la fotografía? La respuesta es sencilla por más que lleve a un lugar tremendamente complejo. Antes de pensar en lo que lo fotográfico ha sido, es o puede ser -y de ahí deducir sus nacimientos y sus muertes- es imprescindible aclarar que el verdadero problema de nuestra reflexión es la influencia que la fotografía y sus derivados ha tenido sobre la historia como objeto y la historiografía como disciplina. Como historiador de los medios audiovisuales -y ajeno doblemente, si se quiere, al campo de la creación fotográfica, por objeto y por enfoque (desconecten cuando quieran, es su privilegio)- no puedo evitar saber que el objeto de mis trabajos es uno de los ejes esenciales en el cambio de la supuesta disciplina que sobre ella aplico: la historiografía.

Es necesario asumir -nos complazca o nos disguste- el carácter posmoderno de nuestra época. Consecuentemente, la historiografía, ya que dice tener por eje el tiempo y el devenir, no puede actuar ingenuamente: pensar que la historia es, hoy, continuidad y sucesión, evolución y/o involución, progreso y/o retroceso. El objeto, la historia, ya no es la nítida línea ilustrada que tenía término en su fin (aquel donde era escrita) sino cualquiera de las estructuras confusas y caóticas posmodernas: la ola, la espiral, el remolino, el laberinto y que no tiene fin porque no tiene principio, sólo un retorno perpetuo al origen 1.



Estas consideraciones tienen una doble consecuencia. En primer lugar, convierten a la historiografía en una arqueología y genética. No tiene ya sentido buscar sólo en el pasado los rastros de lo que fue (y de ahí concluir las señas de lo que podría ser). Esos rastros y esas señas están ahí mismo, delante de nosotros, pero debajo (en las calas arqueológicas que conforman nuestras prácticas mirando al pasado) y dentro (en los mapas genéticos que construyen nuestros objetos mirando al futuro). Esto significa que hablar de la muerte de la fotografía (o del cine, del teatro, del arte) es una mala forma metafórica de pensar en una más de sus metamorfosis. Nada puede morir realmente en una época de la perpetua resurrección y/o reencarnación de objetos y prácticas. Otra cuestión es si vuelven como espíritus buenos o como malos zombies. Esta forma de entender la posmodernidad nos obliga, en segundo lugar, a pensar la historia como aquello que ha de ser desplegado. El presente perpetuo de la actualidad es el pliegue espacio-temporal de una continua reedición (del pasado muerto que se nos fue y retorna) y reiteración (de la vida futura que será y se anuncia). La historiografía cobra entonces una dimensión excepcional que la sitúa por encima de otras disciplinas en su estudio de la realidad (especialmente, y dado que suele ser su término constante de comparación, la sociología). Un presente tan evasivo y ubicuo hace que nuestro acercamiento a él deba ser siempre realizado desde un distanciamiento marcado por el devenir. Debemos devolver la actualidad a su cronología. Hoy, más que nunca, la teoría y la práctica dependen de su historia. Pues, precisamente cuanto más se niega el enlace con el pasado y el futuro, más atrapado está nuestro presente en ellos.

¿Complicado? La verdad es que sí. Pero la complejidad viene dictada por la época, aunque los discursos posmodernos (y éste lo es, que duda cabe, a pesar nuestro) parezcan a veces complicar gratuitamente aquello que debieran explicar sencillamente. Pero sólo desde esta reflexión es comprensible la operación que a continuación se detalla sobre el pasado y futuro de la fotografía y el sentido original y terminal de lo fotográfico.

Un deseo late en este trabajo: convencer a los fotógrafos de nuestro fin de siglo de aquello que ellos ya saben sobre su objeto, la fotografía, pero de lo que sin embargo reniegan dada su necesariamente contemporánea postura ante lo fotográfico en la época digital. Convencer de algo a alguien que lo ignora es fácil. Convencer a quien (ya) lo sabe o supo requiere una operación analítica tremendamente ardua. Pues de lo que se trata es de afirmar no algo que pueden aceptar o rechazar sino algo de lo que ellos ya han renegado. Con el agravante de parecer estar volviendo a ideas supuestamente caducas. Si relacionar teoría e historia de la fotografía es de por sí bastante complejo, intentar que nuestras propuestas puedan, de algún modo, servir de enlace entre reflexión y creación sobre lo fotográfico, seguramente haga que nuestro intento fracase a ojos vista. Y sin embargo, el campo fotográfico se merece dicho intento, pues de forma diferente al cine (donde sólo muy recientemente se ha establecido una vía de doble sentido entre teoría e historia y aún está por establecer el nexo de éstas con la práctica) la fotografía siempre se entendió como un espacio de intersección entre todos los acercamientos y actores posibles 2.

De la fotografía y lo fotográfico


Atrapados en una época donde lo fotográfico pierde terreno ante lo infográfico -la intratable onda-corpúsculo de la luz convertida en procesable bit de información- los últimos fotógrafos buscan insertar su práctica en esta nueva manera de entender y crear el mundo de lo digital, lo hipertextual y lo virtual. Pero dicha inserción no responde esencialmente a una reconversión tecnológica. (coexistirán durante tiempo y por mor del fetichismo las cámaras analógicas y las digitales, así como, por mor de la eficacia, el laboratorio fotográfico ya está entrelazado ineludiblemente con la consola infográfica). Es primordialmente una renovación ideológica, de sus prácticas y objetivos, en la ideología punta de la actualidad. El cambio ideológico no depende entonces, como siempre, del falso determinismo tecnológico que impera en el discurso mediático de la nuevas tecnologías sino de un específico dirigismo ideológico que nos presenta, ahora sí, dicho cambio tecno/ideológico como ineludible.

Los fotógrafos consiguen así rebasar -"a ver si de una vez por todas", dicen- las sempiternas ideas del registro y la referencialidad implícitas a la fotografía en cualquiera de sus variantes tradicionales. Ello les permite pensar -llevan un siglo afirmándolo- su producto como uno más entre otros, sean éstos los de la tradición pictórica o la innovación electrónica. Dicen: "el fotógrafo es un profesional (de la prensa, el estudio o el arte) como cualquier otro y sólo se diferencia de él por los instrumentos de los que dispone para realizar su trabajo... la creatividad está en el autor, no en sus herramientas". Pero al decir esto olvidan que la creación es tanto una cuestión de ideas (plasmadas en la relación forma/contenido) como de materias (con y contra las que se trabaja) y obvian que las tecnologías concretas de creación y recepción de imágenes (gráficas, pictóricas, fotográficas o infográficas) dependen de ideologías, abstractas pero densas, subyacentes a la relación del sujeto con el mundo y sus imágenes.

La rápida y múltiple digitalización de la antigua tecnología química (del Photoshop a la infografía, del "todo automático" al "nada químico") ha provocado una reconsideración ideológica general de los diversos ámbitos fotográficos. La fotografía, por la pregnancia social de sus objetivos y la diversidad cultural de sus ámbitos, se situó a la vanguardia de esta revolución digital. A ello coadyuvó sin duda la lentitud, por parte de las nuevas tecnologías, del abordaje de la imagen en movimiento (cinematográfica, televisiva y videográfica) debido a los límites de velocidad y capacidad de procesamiento. El caso es que la fotografía volvió a ser (como en el primer tercio del siglo XIX) el eje de un cambio tecno-ideológico. Y eso provoca dudas, miedos, pavores. Ante la real o imaginaria muerte de la fotografía el interrogante no debería dirigirse al quién de su ejecución sino al cómo, pues esta muerte tiene todos los visos de un suicidio más que de un asesinato. Y más allá de pensar tontamente en si desaparecerán o no los fotógrafos, lo interesante es saber si en esa muerte viviente (living death) de la fotografía (Lister, 1993), quedará algo de lo fotográfico que denominó y dominó la modernidad en el último siglo y medio.

Por segunda vez hemos dejado colar en este texto un juego de palabras a partir de una oposición -entre la fotografía y lo fotográfico-como si estuviera lo suficientemente definida como para no tener que aclararla. Y en realidad, así es -todo fotógrafo entiende la diferencia- y si volvemos a ella es porque nos permite centrar y desplazar el eje de nuestra reflexión. Algo ocurre en el ámbito terminológico cuando pasamos del sustantivo (fotografía, photo, photography) al adjetivo (fotográfico, photographic image/s) hasta hacer que los dos términos cobren sentidos diferentes 3.

­ La fotografía es (era, hasta la actual digitalización de la toma) una técnica única definida por una tecnología concreta, la imprimación y fijación química de imágenes fijas -fíjense que no menciono la cámara oscura- que a su vez sostiene unas prácticas, concretas aunque diferenciadas (de la fotografía de arte a la de prensa).

­ Lo fotográfico, sin embargo, sufrió, desde finales del siglo XIX, un proceso de expansión hasta convertirse en una cualidad, la captura y registro de emanaciones lumínicas -fíjense, por un lado, que no hablo de imágenes perspectivo-figurativas y, por otro, que dicha cualidad es el origen a su vez de todas las poéticas y teorías fotográficas, del "instante esencial" al "acto fotográfico"- cualidad que la fotografía cede a otras prácticas con tecnologías semejantes o diferentes (cine, televisión, vídeo) cuyo común denominador es, en sus usos dominantes, partir de una toma realizada maquinalmente por el artefacto 4.

Por supuesto, pueden entenderse estos dos términos y enunciados como cuasi-sinónimos, dos maneras de hablar de la misma cosa. Lo fotográfico (registro maquinal de huellas) sería así una idea filosófica superpuesta a la fotografía como materia física (imprimación y fijación química). Pero el carácter expansivo de la fotografía hacia otros medios bajo el concepto de lo fotográfico también nos permite y casi obliga a entender esos dos términos como dos caras no necesariamente indisolubles ni exactamente ajustadas. Por un lado, la faceta técnica y tecnológica (referida a las prácticas y los aparatos) en lo que se llamó fotografía como campo de trabajo. Por otro, la faceta noética e ideológica (referida a las ideas y los usos) aludida en lo fotográfico y, a partir de ahí, expandida a una serie compleja de medios de la modernidad.

Lo audiovisual/real contra lo hipertextual/virtual

No sólo conviene mantener esta diferencia entre principio técnico (la fotografía) y centro noético (lo fotográfico), sino ahondarla y extenderla. A fin de cuentas, se trata de asumir ese papel rector que la fotografía tuvo en el origen y término de una cierta modernidad y pensarlo más allá de su campo estricto. Para ello, sólo tenemos que aceptar y nombrar esa gran idea, tan evidente que parece difícil que aún no lo hayamos usado. Pero es que el término y el concepto de audiovisual resulta ser mucho más escurridizo que el de lo fotográfico. Por un lado, escasamente formalizado como concepto, más allá de aglutinar a una serie de medios de la imagen y el sonido aparecidos en los dos últimos siglos: de la telegrafía y fotografía a la audiovideografía y compugrafía. Por otro, centro incuestionado de la modernidad misma al sostener la supuesta y falsa oposición entre una cultura de las nuevas imágenes (y sonidos) y una cultura de la vieja palabra.

La introducción y asunción de los nuevos conceptos de lo hipermedial y lo virtual tiene una doble consecuencia respecto al concepto de audiovisual. Por un lado, si no lo desplazan, al menos lo relegan a ser una etiqueta, difusa aunque inevitable, cómoda aunque precaria, donde aunar y englobar los ya viejos medios mecánicos y eléctricos y las nuevas tecnologías digitales, creando una ilusión (técnica) de continuidad sobre la que los fotógrafos cabalgan con total impunidad. Por otro, lo historiabilizan, lo convierten en algo del pasado, observable, por tanto, con una cierta distancia, creando una ilusión (noética) de ruptura donde los fotógrafos pueden romper con la tradición. Pues si algo diferencia a lo nuevo de lo viejo en este desarrollo de los instrumentos expreso-comunicativos es el permitir reconocer en lo audiovisual -ahora, que ya es historia- una determinada idea-faro de la modernidad, aquella que basaba su poder en el registro maquinal de las imágenes y sonidos del mundo: de lo foto/fonográfico a lo audio/videográfico. Idea muy distinta a la nueva idea de generación digital por mucho que a veces se asemejen o confundan sus resultados.

Es hora por tanto de historizar lo audiovisual -ponerlo a distancia histórica, hacerlo pensable como algo más que una postura teórica- como esa serie de medios de registro maquinal opuestos a los tradicionales instrumentos de representación manual o a los nuevos medios de generación digital. Se trata de llevar al pensamiento histórico una de las grandes líneas de reflexión teórica del siglo XX en torno a los media, comenzada muy temprana aunque equívocamente por Walter Benjamin. La paradoja del audiovisual es por tanto ésta. Que por un lado existe una raíz teórica donde lo audiovisual es un concepto específico definido sobre todo en lo cinema/fotográfico: la pérdida del aura y la mano liberada (Benjamin), la ontología de la imagen y el más que real (Bazin), el tercer sentido y el punctum (Barthes), el efecto de real (Oudart, Comolli), el acto fotográfico (Dubois), la imagen precaria (Schaeffer/JM), el radical fotográfico (Requena)... Y que, por otro, existe una base histórica positiva donde anudar esa especificidad de diversos medios de la imagen y el sonido, más allá de las precarias definiciones negativas sobre lo que no es: lo verbal, lo pictural, lo teatral. Sin embargo, no se quiso o no se pudo formular histórica e historiográficamente ese carácter específico y diferencial 5.

Medios Audiovisuales son aquellos instrumentos de expresión y comunicación basados en el registro maquinal de sonidos y/o imágenes del mundo, para su conservación en el tiempo o su transmisión en el espacio. El carácter diferencial y específico no es la tekné (técnicas: los instrumentos concretos de operación y las tecnologías a ellos asociados: el pincel, la cámara, el ratón) sino el arché (génesis: la atribución de un sentido a la forma y nexo de creación entre el sujeto, sus discursos/representaciones y el mundo: la acción, la presentación, la representación, el registro, la generación) 6.

El recorrido canónico de los medios audiovisuales sería así el de los usos dominantes establecidos por la fotografía, la fonografía, la telefonía, la cinematografía, la radioteledifusión y la audiovideografía. Son, por tanto, diferentes a otros tipos de creación (anteriores, coetáneos o posteriores) como las instrumentos de representación (de la pintura y la escritura al telégrafo y el procesador de textos) o los instrumentos de generación (de la infografía a los mundos virtuales). Los medios audiovisuales son, por tanto, una parte de la totalidad diacrónica de las formas y prácticas expreso-comunicativas de la humanidad y una parte de la totalidad sincrónica de los fenómenos expreso-comunicativos de nuestra modernidad, totalidad desde la que se concibe nuestra era como la de la comunicación. De ahí que, junto al concepto de medios audiovisuales debamos anotar, como mínimo, las telecomunicaciones y los medios de masas como los tres ejes fundamentales de la época, con el nada casual caso ejemplar de la radio y televisión como intersección de los tres campos mediáticos.

La fotografía, otra vez, pero ¿hasta cuándo?

¿Para qué sirve el salto que hemos dado entre fotografía y medios audiovisuales? ¿Para qué el mantenimiento de la idea del registro maquinal como base de un más o menos indefinido concepto de lo fotográfico y un aquí redefinido concepto de lo audiovisual? Como mínimo, debiera hacer recapacitar a los fotógrafos sobre ese rechazo que siempre les ha inspirado la idea de una máquina que toma por sí sola imágenes, rechazo que está en gran parte de la entrega posmoderna de la fotografía a las nuevas técnicas, noéticas y prácticas digitales. Afirmar que el centro noético de la fotografía y el audiovisual es el registro maquinal no implica ningún juicio sobre el papel del autor en la obra (supuestamente disminuido por el principio técnico que rige su trabajo). Dicho de otro modo, las prácticas construyen estéticas concretas a partir del cruce de noéticas y técnicas diversas. El devenir de la fotografía ha estado esencialmente pegado a esa idea del registro y la referencialidad, incluso cuando parece negarlo (en la fotografía espiritista o en el fotomontaje). Un vistazo al cine muestra claramente hasta que punto una práctica y estética puede construirse en contra de su aparato e idea de base. El cine quedó definido, a partir de la segunda década del siglo, como una fábrica de sueños y una factoría de ficciones (aunque pensemos que su gran poder onírico o ficcional depende de forma estrecha de la máquina de registro sobre la que se construye).

A veces -escuchando a los fotógrafos- pareciera que lo que persiguen es descubrir esa segunda piel -o sea, una máscara- de la que el cinematógrafo se dotó en la segunda década del siglo XX. Y, sin embargo, es precisamente la historia de la fotografía la que nos impide caer en la tentación de pensar que esta salvaje reducción sea posible. No porque no haya prácticas fotográficas dirigidas en ese sentido (paradójicamente, la foto de prensa o de publicidad son un buen ejemplo) sino precisamente por la riqueza de las prácticas fotográficas en sí. La fotografía ha tenido siempre una porosidad social y diversidad cultural que le ha sido negada al cine. Sólo un gran dirigismo ideológico -siempre disfrazado de determinismo tecnológico- sería capaz no de hacer caer a cierta fotografía en el rechazo de lo fotográfico sino de reducir toda la fotografía a ese rechazo.

Caída y reducción que sin embargo ya pueden nombrarse. De la autorreflexividad del ámbito documental a la foto construida del ámbito artístico, no parece muy exagerado plantear cómo la fotografía ha entrado en un cuarta fase en la forma en que piensa su relación respecto al mundo . Cuarta fase respecto a las tres propuestas por Dubois (1983) sobre las posiciones históricas de la cultura ante el mal llamado "realismo fotográfico" (la fotografía y su relación con lo real): el espejo (el icono y la semejanza); la transformación (el símbolo y la convención); la huella (el índex y la referencia). Si uno se libera del ternario esquema peirciano que está en el origen de dicha periodización, no es excesivamente complicado pensar en una cuarta fase donde la fotografía sería una pantalla de simulación de lo real, pantalla desde la que pensar y dar el propio trabajo como un hacerse ante el espectador, o desde la que crear y generar mundos fotográficos salidos de la más pura imaginación y vueltos de espaldas a toda realidad.

Ahora bien, si uno observa atentamente estas cuatro posiciones se percata de que más allá de constituir una línea evolutiva son un bucle involutivo movido por vaivenes. De la foto espejo (donde la imagen es simple reflejo del mundo) pasamos a la foto código (donde la imagen es complejo signo en el mundo) y de ésta, por reacción, a la foto huella, donde la mirada explora aquella realidad especular para encontrar en ella una huella de lo real intratable. La última fase, la foto pantalla (autorreflexividad, ficcionalidad, narratividad...) es, a un tiempo: reacción contra la foto huella (lo real es aquello de lo que la sensibilidad posmoderna no quiere saber nada), profundización en la foto código (lo visual es una construcción semiótica de cabo a rabo) y reverso de la foto espejo (pues los mundos generados ya no son los tomados de la realidad sino los creados por el sujeto). Volveríamos así al punto de origen, al cierre, gracias a los instrumentos infográficos, de la discusión entre fotografía y pintura. ¿Valía la pena?

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1 Y de paso, ésta es la diferencia entre nuestra época y el manierismo con el que tantas veces se identifica. Allí y entonces estas estructuras eran tema y contenido; aquí y ahora, son también enfoque y forma. Ellos veían (querían ver) un mundo en descomposición y recomposición perpetua. Nosotros vemos (no podemos dejar de ver) deconstructivamente un mundo en continua re/descomposición. Somos, si seguimos la lógica de lo que aquí proponemos, manieristas, pero también manieristas respecto al manierismo... y operación semejante podría hacerse con lo primitivo, lo antiguo, lo clásico, lo moderno... el renacimiento, el barroco, el romanticismo...

2 La fotografía fue definida históricamente por la tensión de un doble movimiento: de unificación bajo una simple técnica (surgida en el primer tercio del siglo XIX), de disgregación sobre unas complejas prácticas (consolidadas en la época del mismo nacimiento del cine: científica, periodística, artístico, profesional, familiar). Toda historiografía fotográfica asume esa tensión y, aunque a veces se centre en la práctica artística, nunca pierde de vista el marco global de referencia, de los clásicos Newhall y Beaumont a los modernos Lemagny o Rouillé y aunque esta tensión le parezca un problema a Durand (1995) en su sugerente pero muy equívoco "ensayo sobre las condiciones de una historia de las formas fotográficas". La fotografía no es un fenómeno histórico más complejo y diverso que el cine; simplemente no fue sometida al mismo tipo de reducción que la ejecutada sobre el cine, a partir de la intercalación -entre el teleteatro de Le Bargy (1908: el Asesinato del Duque de Guisa) y la telenovela de Griffith (1915: el Nacimiento de una Nación)- del encumbramiento del cine como summa y síntesis de las artes (Canudo, 1911). Mientras que la fotografía nunca ha dejado de ser históricamente un fenómeno a un tiempo sencillo y complejo (de la técnica única a los usos múltiples), el cine, sin embargo, nunca ha podido escapar de la condena que supuso nombrarla como la séptima y última de las artes. Condena literal pues, al mismo tiempo, borró o subyugó histórica e historiográficamente toda una serie de prácticas alternativas y encumbró como horizonte inalcanzable de su objeto algo que sólo precaria y colateralmente sería conseguido (pues junto a la definición del arte aparecería inmediatamente la afirmación de la industria que reduciría todo a una cuestión de fábrica de sueños).

3 Un buen ejemplo de esta desviación es la obra colectiva "la Imagen Fotográfica en la Cultura Digital" (Lister, 1995; edición española de 1997), que a partir de la interrogación sobre la muerte de la fotografía, se centra en las consecuencias para el paradigma fotográfico de su introducción en el entorno de las nuevas tecnologías. Sólo cuatro de los once trabajos están dedicados a la fotografía en sus diversas prácticas; el resto lo componen estudios sobre otras viejas y nuevas tecnologías (del cómic al vídeo vigilancia), discutibles bajo el concepto expansivo de lo fotográfico pero no, evidentemente, en el ya de por sí amplio concepto de fotografía.

4 Usos dominantes: aquellos que definen un medio en lo que es ideológicamente, sean cuales sean las posibilidades tecnológicas del aparato de base. Y a partir de aquí uno puede hacerse los repasos e interrogantes que convengan. Por ejemplo, ¿hasta qué punto la cámara oscura pertenece a la definición tecnológica o ideológica de la fotografía, cuando desde el principio está claro que lo que la define es la química y no la óptica y, sin embargo, y a pesar de todos los momentos que uno quiera señalar (de los dibujos fotogénicos de Talbot a los fotogramas de vanguardia) la óptica acaba siempre por superponerse a la química: la cámara oscura a la emulsión plateada? Por ejemplo, ¿hasta qué punto las vanguardias (fotográficas y cinematográficas) escapan a esta definición de uso dominante, cuando muy poca de esa vanguardia niega el hecho de la toma aunque sí bastante el de la perspectiva y, al mismo tiempo, el origen del ars electrónica se sitúa, antes de lo digital, en la simple manipulación de la señales televisivas sin referente alguno en la realidad?

5 En su ausencia, su historia se transformó en una manera más de llamar a las formas y prácticas de comunicación propios de nuestra época, aunque se realizará una equívoca acotación sobre aquellos definidos por unas determinadas nuevas tecnologías. La tecnofascinación que se oculta bajo el concepto de medio -en esa falsa identificación entre tecnología y modernidad escondida en el paso de la mecanización al maquinismo, de las herramientas como extensiones a las máquinas como sustitutas del hombre- impide ver el proceso de continuidad y ruptura respecto a otras formas y prácticas expreso-comunicativas, antiguas y actuales. Hay que reconocer en este caso la pertinencia de la tradición anglófona pues la lenta sustitución del problemático término de Mass-Media -tan parcial y esquivo como el nuestro de Medios Audiovisuales- por el más genérico de Media le ha permitido dar el radical salto (histórico y teórico) de lo medial (mediático) a lo hipermedial.

6 Es precisamente este juego de las técnicas y las génesis el que debe explorar la historiografía. En el modo en que cada época define un paradigma propio que no elimina sino que filtra las creaciones de paradigmas anteriores. En las relaciones -para la idea de registro, por ejemplo- entre artefactos de dibujo renacentistas, perspectógrafos y fisionotrazos románticos, la invención de la fotografía, la academicista pintura de historia y la decimonónica quiebra del realismo en la doble vía del impresionismo y del simbolismo. O en el modo en que determinadas pulsiones ocultas se desarrollan en cada época, con el caso ejemplar de la evolución de aquello que parece horadar el eje de cada paradigma ideológico: el trampantojo pictórico y la trápala fantasmagórica (en la representación), el retoque y truco fotográfico (en el registro) y el timo y la trampa infográfica (en la generación). Pero, claro está, todo esto es la historia que hay que contar desde los determinados presupuestos teóricos e historiográficos que aquí se proponen.

Luis Alonso García

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